Era medianoche en un caluroso día de mayo. En la Alameda no se movía ni la hoja de un árbol y, de no ser por el incesante zumbido de una farola, parecería que el tiempo se hubiera detenido por completo.
La figura solitaria de un hombre proyectaba su sombra sobre el suelo de la pista, mientras miraba hacia el Picú recordando una vieja melodía que solía tocar con su acordeón. De repente, apareció la figura de otra persona. Al verse, uno de ellos exclamó: «¡Por Júpiter! ¡Estás igual que siempre!«. A lo que el otro le respondió: «Pues tú estás un poco más cetrino«. Ambos soltaron una fuerte carcajada y se fundieron en un abrazo.
Poco a poco fueron apareciendo más personas. Cada vez que una de ellas aparecía se generaba un animado murmullo y se abrazaban como cuando dos buenos amigos que llevan mucho tiempo sin verse vuelven a encontrarse.
Una vez se habían congregado aproximadamente veinte almas, decidieron dar un paseo para recordar todo lo que habían vivido en aquellas calles y plazas de Maranchón y lo que habían luchado para sacar a sus familias adelante. Volvieron a la Alameda y se sentaron en la barbacana mientras continuaban hablando de sus nietos y bisnietos, de cómo disfrutaban viéndoles correr por Maranchón y cuánto añoraban estar con ellos.
Cuando estaba a punto de amanecer, se fueron despidiendo uno a uno, hasta que el sol comenzó a asomar por encima del Sabinar y no quedó ninguno.
Lentamente, los pájaros fueron llenando el silencio de la Alameda con sus alegres y ajetreados cantos, los coches volvieron a atravesar el pueblo y la cafetería comenzó a congregar a los más madrugadores, mientras los niños iban despertando en sus casas ajenos por completo a la constante vigilancia y protección de sus ángeles custodios.
Consuelo Lamparero Llorente