Camina el niño con los ojos vendados. El camino pedregoso y serpenteante le hace dar los pasos con una cierta inseguridad, así que su mano se agarra con fuerza a la del hombre que lo dirige. No sabe a dónde se encaminaban, pero la inclinación del terreno y el silencio circundante le está haciendo sospechar…
Cinco años. Los cinco deditos de su mano abierta, que enseña a quien le pregunta. “¡Qué mayor eres!”. Besos. “Madre, niño, ¡pero si estás hecho un mocetón!” Arrumacos. “¿Y qué te han regalado, hermoso?”… Achuchones. “¿Dónde está tu madre, alhaja? ¿no ha venido?”… No, su madre no ha venido. “Vamos a casa, Miguel” -lo rescata su padre, un hombretón algo tosco, cetrino, de pelambrera rebelde y pocas palabras.
Pasa la tarde jugando en la alameda, donde vive la abuela. Después de cenar, en vez de mandarlo a la cama, su padre lo sorprende vendándole los ojos. “Miguel -le dice serio y tierno a la vez-, te tengo una sorpresa”. Y sin más explicaciones, con el corazón alegre, se ve arrastrado fuera del pueblo.
Cuando, en medio del Altollano, le quita el pañuelo, queda boquiabierto, sus ojos dos tragaluces ansiosos por absorber tanta belleza. Y silencio. Y estrellas…, un tejido de estrellas que parece que va a caerle encima. Las estrellas lo llenan todo… “Toda esa mancha blanquecina es la Vía Láctea -susurra el padre-, un camino estrellado por donde corren nuestros sueños. ¿Tú tienes sueños, hijo?”. Cabeceo afirmativo. En ese momento se descuelgan veloces un par de estrellas fugaces. “¿Has visto?… Pide un deseo”. Sin dudarlo un instante, Miguel aprieta la mano de su padre y dispara: “¡Yo quiero ir a Júpiter!” Y ambos caen a la hierba seca, riendo a carcajadas.
Pascual Sacristán Aparicio