Había descargado un vagón de lecharas en Arcos. Traía las canillas llenas de mordiscos y las posaderas doloridas del trajín del ballodro. ¡Vaya estreno le había dado el amo! Se pusieron en marcha enseguida. Iban a la feria de Almazán. De anochecida, encontraron una posada para descansar. El mozo acomodó las mulas en el pajar y volvió sobre sus pasos. La estancia le recibió con un abrazo de humedad y olor a guiso antiguo. Un gemido desgarrado, indefinido, cruzó la estancia sin que nadie pareciera darle importancia. El amo estaba ya sentado a la mesa dando cuenta de un muslo de pollo. Envuelto en el resplandor de una gran chimenea, hervía un puchero. El muchacho se sentó en un rincón junto a su compañero. La posadera les sirvió dos platos de sopa. Un lope, susurró su amigo mirando con asco aquel caldo. Un ñaupu de lospe dijo el joven mientras arrojaba, frustrado, su cuchara. Hambriento, cogió su saco y se fue a dormir. Mientras se dirigía al pajar, la vio. Parecía una muñeca de trapo desmadejada sobre una silla de anea. Los pies torcidos, los brazos descolgados a lo largo del cuerpo, la cabeza ladeada con los ojos mirando a la nada y la boca medio abierta vertiendo un hilo de baba que caía, persistente, en una lata. La hija de la posadera gimió de nuevo. El muchacho corrió asustado y se acomodó en un rincón abrazando su saco lleno de paja. Intentaba serenarse. Cuando apoyo su cabeza, vio, a través de una rendija, como la luna llena recortaba, en el horizonte, las lúgubres cruces del cementerio cercano. El ulular del viento, los gemidos de la chica y su ruido de tripas se mezclaron, en aquella primera noche, en una siniestra sintonía que arrasó su afán aventurero.
Ana Cristina Fraile García