Como todas las tardes, sentados en un banco de la Alameda, estaba con mi padre “tomando el fresco” y jugando en mi maravilloso mundo. Mi obsesión por los fósiles no era nueva. Desde que me encontré uno en el “camino rojo”, no paré de coleccionarlos. De cuclillas, colocaba uno a uno todos mis fósiles en el banco de piedra mientras mi padre leía relajado. 

Había visto en un documental que en Júpiter, debido a las altas temperaturas, se habían formado unos pedruscos en tono cetrino parecidos a los fósiles que tenía expuestos en mi escaparate improvisado. 

– Papá, ¿por qué los fósiles tienen estas marcas?- dije en un tono curioso propio de un niño de 6 años- 

– Los fósiles tienen marcas porque en ellas quedan plasmadas las vivencias que han tenido, vamos… su vida- me explicó en un tono pausado

– ¿Y pone que han vivido en Maranchón? 

– Seguro que, si pudiéramos entender la información que hay en ellos, podríamos saber cómo fueron las fiestas que vivieron, si fumaban cigarrillos de sielva o cómo eran sus tardes jugando en el frontón. 

– ¿Es cómo tuvieran raíces, papá? 

– Más que raíces, es que como si en sus marcas quedarán grabados sus recuerdos para que el tiempo no los borre jamás. 

– ¿Nosotros podemos ser cómo los fósiles y guardar todas nuestras historias para que el tiempo no las borre?

– le pregunté fascinado con la idea- 

No me contestó, pero su sonrisa respondió. Entendí entonces que tendría marcadas, toda mi vida, las vivencias de este maravilloso pueblo y que como “mis tesoros” (reliquias que aún conservo en la entrada de mí casa) serían mi mayor fortuna. Fortuna que siento que tengo, cada vez que vuelvo a Maranchón y paseo por sus calles. 

Sara Tabernero Tello

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