Llevaba un short rojo y una camiseta de rayas azules adornada con una pequeña ancla en el centro. Mi madre me ponía una cinta blanca en el pelo y me peinaba dos trenzas. Un flequillo arremolinado caía sobre mis ojos. Tendría unos 11 años. Jugaba en la puerta de casa de mi abuela haciendo pastelillos con la greda que había recogido del depósito. Era tímida. Bajar sola a la alameda, me daba miedo. Era casi mediodía, un sol de agosto abrasaba la calle Real, casi evaporándola como un Júpiter gaseoso. En un sillón de mimbre, arrimado a la sombra que proyectaba la casa del tío Balsalobre, estaba mi abuelo. Con su ceño fruncido y su rostro cetrino, se entretenía limpiando su pipa con plumas de gallina que guardaba en las grietas del muro, mientras llegaba la hora de escuchar el parte en Radio Nacional. Se oía la voz de Antonia, la extremeña que cuidaba a Don José, un cura enorme vestido de negro, con una tez pálida como de resucitado. La puerta abierta del nº 16 emanaba el frescor de portal. De su interior salían ruidos de ollas y de avemarías. Mientras mezclaba el barro y le daba forma, miraba de reojo a dos muchachos, más o menos de mi edad, que vivían 2 casas más arriba. Se despidieron a voces y saltaron sobre sus bicicletas. Al pasar delante de mí uno de ellos canturreo mi nombre. Azorada, entré rápida en el portal, latiéndome el corazón en las mejillas. De repente, me encontraba en la antesala de la confusa adolescencia. Asomada a un catálogo de nuevos sentimientos que no comprendía. Intuyendo una vida sin estrenar. Todavía hoy busco alguna pluma como mensaje oculto del pasado, pero me temo que de aquel paisaje ya solo quedan el sol y los muros.

Ana Cristina Fraile García

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