Un rayo de sol entraba por la ventana calentándole la cara. No recordaba cuánto tiempo llevaba tumbado.
Se levantó lentamente y cogió el sombrero que había sobre la mesa. La gruesa cortina que colgaba de la puerta para evitar que las moscas y el calor entraran proporcionaba un ambiente fresco a la vivienda. Al retirarla, una bofetada de aire cálido y seco le golpeó en la cara, obligándole a cerrar los ojos casi por completo.
Allí le esperaba su inseparable Júpiter. Montó sobre él de un salto y comenzaron a andar, al paso, hacia la Fonda. Las herraduras del imponente corcel levantaban una pequeña nube de polvo a su paso, a la vez que alteraban mínimamente la serenidad de las calles de Maranchón.
Al pasar por la Fuente Vieja el elegante caballo se detuvo para abrevar del pilón, mientras su absorto jinete dejaba perder la vista en las algas que, con el calor, presentaban un color cetrino.
Cuando entró en la Fonda, el tabernero se afanaba en limpiar un vaso de cristal con un trapo viejo. Se sentó en la barra y pidió un whisky. Tras dar un pequeño sorbo, el cowboy le preguntó con voz grave dónde se había marchado todo el mundo.
— Me extraña que no se haya enterado —le contestó el tabernero— ha llegado un malvado forajido llamado “Septiembre” y todo el mundo ha huido despavorido.
De repente, el alboroto de unos niños jugando en la Alameda despertó a Gonzalo que se había quedado dormido a la sombra de un árbol mientras leía un libro de vaqueros de la Biblioteca. Era 2 de agosto, había llegado el día anterior y tenía todo el mes por delante para disfrutar de lo que más le gustaba en el mundo: su familia, amigos del pueblo, su bicicleta y su raqueta.
Miguel Herreros Lamparero